CARLOS RODRÍGUEZ
«¿En qué se parece el fútbol a Dios? En la devoción que le tienen muchos creyentes y en la desconfianza que le tienen muchos intelectuales»- Eduardo Galeano
Poco antes de que todo esto pareciese una película de ciencia ficción, conocí a un tipo. Probablemente el último hombre extraño al que haya conocido antes de estar confinado. Eran las ocho y media de la mañana y yo iba a la parada del bus. Como casi todos los días en esa época, lo hacía con el tiempo justo. Como casi todos los días a esa hora, bien jodido por el frío. Al segundo «tss-tss», supuse que la cosa podía ir conmigo, así que me detuve y miré hacia atrás. Vi a un hombre con más cara de que la noche hubiera sido larga que de haber tenido que madrugar. Con más aroma a ‘roncola’ que a Colacao. Dijo algo. No le entendí un carajo.
– ¿Cómo? – pregunté
-Que por dónde se va a Cuatro Caminos.
– ¿A la Plaza o al centro comercial?
-A donde está El Delicias, el bar que no cierra nunca.
Entonces supe que se refería a la plaza. Y, casi al mismo tiempo, entendí que su meta era el bar, ni la plaza ni el centro comercial. Le indiqué que tenía que seguir recto y girar a la izquierda en el tercer cruce. Él emitió un gruñido mientras asentía con la cabeza. Me lo tomé como una muestra de agradecimiento (bastante hacía el hombre con tenerse en pie). Seguí hacia la parada, con el mismo frío y más prisa que antes de conocerlo.
Envidié profundamente a aquel hombre durante toda la mañana. Su preocupación era tomarse otra copa. La mía, no perder el bus que me llevaría a clase. A las ocho y media de la mañana. Con un frío del carajo. Planazo, vamos. La diferencia entre nosotros era que uno iba a hacer lo que deseaba y el otro lo que debía. Yo era el segundo. Una vez más estaba haciendo algo que no quería, pese a llevar desde el colegio proclamando «Cuando salga de aquí no tendré que hacer más cosas que no me gusten». Con 22 años he aprendido que la vida es eso que pasa mientras te autoengañas jurando que es la última vez que haces algo que no te gusta. Decía Galeano que nos convencemos a nosotros mismos de que la vida será mejor después de casarnos, después de tener un hijo y entonces después de tener otro; y que entonces nos sentimos frustrados porque los hijos no son lo suficientemente grandes y creemos que seremos más felices cuando lo sean.
Galeano, que desde chico soñaba con ser futbolista, tuvo que conformarse con ser el más reputado de los futboleros. No enmudeció a estadios rivales, sino a prejuiciosos que tachaban a los aficionados al fútbol de ignorantes, permitiendo a las líneas que hablan de la pelota gozar del mismo respeto que cualquier otra literatura. Y lo logró de la misma forma que su venerado Maradona, sin renegar nunca del barro del que emana el fútbol más puro.
El primer día de cada Mundial, Eduardo y Helena, su mujer, colgaban en la puerta de casa un cartel que decía “Cerrado por fútbol” y que no quitaban hasta conocerse el campeón. Ahora que los estadios están vacíos, me gusta imaginar que de sus puertas cuelga un cartel que dice “Cerrado por Galeano”, pues si el fútbol no cerraba nunca, sería bonito que la primera vez que lo hace recordase al mayor valedor de su literatura.
Pronto volverá el fútbol, y Galeano estará ahí para verlo, aunque se haya ido hace cinco años. Porque su recuerdo es igual que El Delicias.