ALBERTO GÓMEZ GARCÍA
Era una tarde calurosa de mayo. De 1991. Una de esas tardes en las que ya vislumbras el verano a la vuelta de la esquina. Era sábado y, poco rato antes de las cinco de la tarde, mi hermano, mi padre y yo lográbamos aparcar en un recinto de tierra en el que se intuía que era de esos partidos grandes por lo que nos había costado dar con un hueco libre. Bocatas en la mano, recuerdo a mi padre muy pendiente de nosotros para que no nos perdiéramos entre tanto trasiego de cadistas preparados para lo que podía ser una histórica tarde de fútbol. Porque, en pocos minutos, el Cádiz de Irigoyen y Ramón Blanco iba a recibir al Barça de Cruyff, que podía proclamarse campeón de liga sobre el césped gaditano y así frenar la borrachera de ligas del Madrid. El Cádiz, por mucho que jugase en casa, poco podría hacer frente al hambre de Koeman, Laudrup o Stoichkov.
Hicimos cola para comprar las entradas. “Tres en Preferencia”, seguro que pediría mi padre, que tenía debilidad por esa grada desde la que se ve y se huele el Atlántico. Pero, cuando ya nos tocaba, llegó la sorpresa que nada tenía que ver con las alineaciones. No quedaban entradas. No podríamos ver el partido. Las ganas de ver de cerca a aquel todopoderoso Barça nos había dejado en un lugar mucho peor que el banquillo en el que se aburría Busquets aquella temporada.
Las caras de los tres fueron unánimes. No íbamos a volver a casa. No íbamos a sacar el coche, con lo que nos había costado aparcar. Y, además, teníamos una radio. Así que cogimos sitio en un bar cercano, pedimos unas bebidas y dimos buena cuenta de nuestros bocatas caseros entre risas que apagaban la rabia momentánea de habernos quedado con la miel en los labios.
Lo que ocurrió luego muchos aún lo recuerdan. El Cádiz aguó la fiesta al Barça arrollándolo 4-0. Cuatro goles que todo el estadio coreó sin necesidad de que nos dijeran qué equipo era el que iba marcando una vez tras otra. Quevedo, Mejías o Dertycia se llevaron por delante las ganas de Goikoetxea, Eusebio o Bakero.
Y ahí tenía a mi padre, del Cádiz, inmensamente feliz. A mi hermano, del Barça, que sin acabar de creérselo ponía la misma cara que ponen los que saben que el triunfo es cuestión de horas —el alirón llegó al día siguiente—. Y yo, bético, disfrutando de aquella tarde de bocatas, goles y sonrisas compartidas. Aunque aquel bar oliese más a mar que a césped. Aunque nos hubiésemos quedado fuera, perdiéndonos una victoria histórica. Ver sus caras, escuchar su sano intercambio de bromas, sentir esa camaradería fue, sencillamente, mucho mejor que una goleada inolvidable.
También te puede interesar… COLUMNAS | Desde la barra