LUCAS MÉNDEZ VEIGA
La historia vive de la memoria. Sólo así es posible conocerla bien para no repetirla. El horror de la Segunda Guerra Mundial marcó las historias personales de muchísimas familias que aún hoy pueden rememorarlas para honrarlas. En A Coruña, Ángel Vázquez Bregua recuerda el tesón del tío Adolfo, quien vivió y luchó por unos ideales hasta el final de sus días. Su historia pudo ser la de muchos de no haber sido por el fútbol.
«Un hombre con suerte»
Adolfo Bregua Muriño nació en la ciudad herculina allá por 1906. No se sabe con certeza el día y las cifras bailan entre el 23 y el 24 de septiembre. En todo caso, sí sabemos que en su barrio, O Vioño, era feliz pateando un esférico. De la infancia tampoco sabemos mucho más. «En mi casa no se hablaba mucho, había miedo», incide su sobrino Ángel desde el salón de su casa, no muy lejos del barrio que vio nacer a su tío. Nos citamos con él para charlar sobre los pocos recuerdos que quedan sobre este coruñés que fue enviado a Mauthausen.
«Era un sindicalista importante aquí. Estuvo en varias reuniones, incluso en una en Zaragoza a nivel nacional de la CNT. Pero en mi casa, mi bisabuela no dejaba hablar nada. Había silencio. Con veintitantos años no sabía ni que existía el Partido Comunista, con eso te digo todo», continúa. A decir verdad, la profesión de su tío Adolfo estaba en el puerto. Como ciudad costera, A Coruña desarrolló una fuerte actividad marítima que permitió expandir la localidad. Allí, Bregua fabricaba cajas para transportar el pescado que llegaba cada día a las dársenas marítimas coruñesas. Por allí vio desfilar multitud de barcos, consciente de que algún día él cogería alguno para luchar por unos ideales que ya empezaban a aflorar.
Con el golpe de estado del 36, se decidió a coger aquel barco. Junto a un grupo de amigos se citaron en la zona del Campo de A Rata, cercano a la Torre de Hércules. «No sabemos por qué, pero llegó tarde. Al llegar allí vio que había mucha policía y se dio cuenta. Escapó a tiempo y echó un año y pico en casa de mi bisabuela, su abuela, en la calle Monforte», cuenta Ángel. Su grupo de amigos no tuvo tanta suerte y, días más tarde, se conoció que habían sido apresados y fusilados.
Pero Adolfo ya tenía la decisión tomada: dejaría de esconderse y se iría a Francia. A su llegada al país galo, fue acogido en el campo de refugiados provisional de Les Barcarès, en la Costa Azul y a escasos kilómetros del campo de Argelès. Allí, en barracones sobre la playa y en condiciones infrahumanas, sobrevivieron multitud de exiliados españoles por la Guerra Civil.
A la izquierda, Ángel Vázquez Bregua sujeta una copia del libro ‘Lo que Dante no pudo imaginar’, escrito por Amadeo Cinca. En él se narran las vivencias de su tío Adolfo Bregua, a quien vemos en una imagen de archivo a la derecha | Lucas Méndez
La calma duraría poco en Francia. Con el estallido de la II Guerra Mundial la zona se vio afectada por el asedio nazi. Los galos armaron un pelotón español y los instaron a luchar en la Resistencia francesa contra los alemanes. Allí coincidiría con el que acabaría siendo su inseparable amigo y confidente, el catalán Amadeo Cinca. Pero el tiempo jugó en su contra y la invasión germana en el país acabó sucediendo. Era diciembre de 1940 y Adolfo Bregua era apresado por los alemanes. Sería recluido en un stalag —campo de prisioneros de guerra—, la llamada V-D de Estrasburgo. Era el paso previo al infierno.
«Bregua, tú no vas a trabajar, tú vas a entrenar»
El 13 de diciembre del 40 se confirmaba lo peor para Adolfo Bregua. Era deportado al campo de concentración de Mathausen-Gusen, a pocos kilómetros de la localidad de Linz, en Austria. Sin embargo, la suerte —si es que se puede llamar así en un caso de estos— estuvo de su lado. «No se sabe muy bien cómo, pero los alemanes se dieron cuenta de que jugaba bien al fútbol. Aquí había jugado en el Vioño, algo amateur, pero se le daba bien. Allí le dijeron ‘Tú no vas a trabajar, tú vas a entrenar’. Luego él puso de condición estar en la cocina«, narra emocionado Ángel.
La posición de ‘privilegio’ que se ganó con su buen manejo del balón le permitió recomendar a los alemanes que mandasen a trabajar con él en los fogones a unos compatriotas: tres gallegos —Pola, Roberto y Moiset— y un catalán (su amigo Cinca). En esas condiciones sobrevivió hasta la liberación del campo austríaco en 1945. Desde la cocina hizo lo que pudo. Los reclusos en el campo, cercano a una cantera de piedra, pasaban los días levantando grandes bloques sin alimento que llevarse a la boca.
Muchas veces, cuentan, fue el coruñés quien se jugó el pellejo por intentar compartir la poca comida de las cocinas con estas personas en condiciones de completo abandono y malnutrición. «Fue un hombre con suerte. Su afición, que era jugar a la pelota de pequeño, le salvó la vida. Siempre digo que su fichaje con el fútbol fue mejor que el de Ronaldo», incide su sobrino.
Fueron cinco años de largo sufrimiento en el campo de concentración. «Sigo sin saber muy bien cómo lo aguantaron tantos años allí. Él ya tendría treinta y muchos, aunque de aquella era distinto. El caso es que consiguió unas condiciones muchísimo mejores, porque no trabajó y se dedicó a la cocina y a jugar al fútbol». El 5 de mayo del 45, el campo de Mauthausen fue liberado por las tropas americanas. Adolfo Bregua y su cuadrilla de la barraca 32 salieron del campo entre banderas republicanas y cánticos de victoria. Sin embargo, para muchos republicanos aquello no supuso el regreso a España, pues el franquismo siguió arraigado bastante años más. Sus destinos estarían lejos de su tierra.
Atrás quedaron los días oscuros
Con las fronteras españolas cerradas para ellos, muchos decidieron reasentarse en diversos países europeos. Atrás querían dejar los días donde algunos de ellos, desesperados, se habían tirado a las alambradas de Mauthausen intentando huir. Bregua traspasó los Alpes, cruzando por Suiza. «Tardaron un año y dos meses en condiciones durísimas, pero estarían mejor que en el campo», añade Vázquez Bregua.
El destino final sería Francia. Su mujer, que había vivido esos años de incertidumbre desde Coruña, se reencontró con Adolfo en Montpellier. La pareja tenía dos hijos y en el país vecino vivieron bien. El destino quiso que volvieran a cambiar de localización con la detección de un asma en el pequeño de los Bregua, de 16 años. Se irían a un clima más seco y caluroso: el de Brasil.
En el país sudamericano vivió hasta sus últimos días trabajando. Fue repartidor de bebidas e hizo trabajos de albañil en São Paulo. Estuvieron a gusto, se lo merecían después de tanto sufrimiento. Con el paso de los años se les abrió la posibilidad de regresar a casa, aunque fuese de visita. En su barrio de O Vioño natal se reencontró con su familia coruñesa e incluso con otros reclusos gallegos y españoles del campo de concentración. Es la visita que recuerda aún hoy su sobrino, orgulloso de las hazañas y el espíritu indomable de Adolfo Bregua. «Yo nací en el 42 y lo conocí muchos años más tarde, cuando vino. Fui hilando la historia después y por lo que él contó».
«Es importante conocer todas estas historias para que nunca se olviden las atrocidades que se cometieron. El destino es increíble, nunca sabes qué te puede salvar la vida», finaliza Ángel cuando abandonamos su vivienda. Es allí donde guarda los pocos recuerdos fotográficos que conserva de su tío. El más importante, seguirá siendo su memoria. Es allí donde alberga la historia de cómo un esférico permitió a Adolfo Bregua sobrevivir al Holocausto.