
DIEGO TOMÉ CAMOIRA
“El Mundial de 1942 no figura en ningún libro de historia, pero se jugó en la Patagonia argentina sin sponsors ni periodistas y en la final ocurrieron cosas tan extrañas como que se jugó sin descanso durante un día y una noche, los arcos y la pelota desaparecieron y el temerario hijo de Butch Cassidy despojó a Italia de todos sus títulos.”
Así comienza El Hijo de Butch Cassidy, la obra que, en el año 1993, reabrió una página de la historia que el frío de Stalingrado y los bombardeos sobre Londres parecían haber cerrado.
La guerra privó a los Meazza, Silvio Piola, Leonidas Da Silva o el combinado húngaro con Sarosi y Zsengeller a la cabeza, de repetir las hazañas que cuatro años antes, en territorio francés, coronaron a los italianos como la tercera campeona del mundo de la historia. Sin embargo, a medio camino entre la fábula y la realidad, Soriano narra cómo la clase obrera que había llegado a Barda del Medio desde diferentes partes del mundo para la construcción del Dique Ballester, quiso que un lugar inhóspito como la Patagonia dejase de lado la crueldad que vivía el mundo para dar paso al balón.

En defensa de la identidad
Tan sólo ocho combinados vieron aparecer su nombre en la lista de aquel mundial. España, Italia, Alemania, Argentina, Inglaterra, Paraguay, Francia y… Mapuches. Sin profesionales en sus filas, y sí con muchos jugadores que apenas habían golpeado un balón en su vida, los obreros del dique, de muy diversas etnias y nacionalidades, quisieron defender su identidad de diferente manera a la que se hacía en las trincheras del centro de Europa, esta vez, la hegemonía mundial se disputaba sobre un terreno de juego. Sin apenas conocer las normas del juego y en un rectángulo que, ni mucho menos, se correspondía con los estándares normativos que conocemos hoy día, se disputarían los cruces.
Una bola que se podía golpear con cualquier extremidad excepto con las manos, 11 adversarios frente a frente, pero sin nadie que mediase. Así, y sustituyendo el silbato por el revólver, Soriano vio en el vástago de Butch Cassidy, el famoso ladrón de bancos estadounidense, la figura ideal para arbitrar aquel mundial en la Patagonia.
Los electrotécnicos alemanes, defensores acérrimos del Tercer Reich, se enfrentaban en el encuentro inaugural a Argentina, donde destacaba un nombre por encima de todos, el de Celedonio Sosa. Sosa no pertenecía a la delantera dorada de River Plate de la época, ni siquiera había jugado en las ligas amateur del país, tan sólo era un ingeniero que quería defender a su país ante los alemanes y para ello reunió a once compañeros de la zona con un resultado poco favorable. Los germanos vencieron aquel encuentro por 6 tantos a 1.
En la semifinal se verían las caras con el combinado italiano. La que en un primer momento podría parecer una exaltación del fascismo y el totalitarismo que gobernaba Europa en la época, no fue más que un espejismo. Los obreros italianos que allí se daban cita, llegaron hasta Barda del Medio refugiados como opositores políticos del régimen Mussoliniano, lo que hizo que aquel encuentro fuese de alto voltaje en lo político.
En un mismo plano, podríamos englobar la otra semifinal, disputada, según Soriano, en un aura de misticismo por la presencia en ella de los Mapuches. Este pueblo indígena que puebla la región sur de Chile y Argentina, buscaba por aquel entonces constituirse políticamente como estado. Enfrente tendría al combinado español, el mismo pueblo que, siglos atrás, con las naves de Colón a la cabeza, los había denominado como araucanos. Como si del derecho a la autodeterminación se tratase, los Mapuches, para sorpresa de todos, y, utilizando la magia, según los mitos del lugar, se impusieron al pueblo que tantos años atrás habían llegado para colonizar la zona. Los anfitriones pasaban a la final.
Sin tener muy claros los límites temporales que regían el deporte, y como si del campo de Oliver y Benji se tratara, germanos y mapuches se vieron las caras a lo largo de todo un día y una noche tal y como narra la tradición popular de la Patagonia.
Así, y tras varios heridos al no acatar las órdenes de William Brett Cassidy, el resultado fue favorable para los mapuches comandados por Don Arias, un miembro de la tribu apasionado del balompié como relata Toto López -ex jugador de Obrero Dique- en el documental El Mundial que nunca se jugó, realizado por Enrique Esteban. Así, la selección que ni tan siquiera constituía un país acababa con las pretensiones de Adolf Hitler de alzarse con la copa Jules Rimet. Aunque sólo fuese en la ficción.
Contra el fútbol moderno de los 40
Hay quienes ven el nacimiento del fútbol moderno a comienzos del nuevo siglo un siglo donde la “burbuja futbolística” impregna todas las esferas del balompié. Sin embargo, bien podría decirse que el club Obrero Dique, fundado en 1930, pero que hizo de este mundial en la Patagonia una máxima del obrerismo en el fútbol y un motivo de orgullo para Barda del Medio y la Patagonia, podría representar una primera escisión del anti fútbol moderno allá por los años 40.

Y es que, como comenta Enrique Esteban en su documental, podrá ser fantasía o realidad, pero en 1942, en la Patagonia se jugó un Mundial. Y es que toda historia tiene su componente de ficción, al fin y al cabo.
No habría grandes nombres, ni siquiera buenos futbolistas, no obstante, existía algo que todo aficionado al fútbol de selecciones desea encontrar sobre el césped: once hombred que luchen ya no por el combinado o por sus colores, sino sabiendo que tienen la ilusión de todo un país a sus espaldas y que desean que el fútbol se convierta en un símbolo de pertenencia. Todos esos componentes, estuvieron presentes en Barda del Medio.
Así que, ficción o realidad, nadie supo mejor que Osvaldo Soriano relatar lo que suponía un Mundial. Los libros de historia no lo recogerán, ni la FIFA dará el beneplácito, pero en 1942, al norte de la Patagonia, se disputó la cuarta edición de la Copa del Mundo de fútbol.