CARLOS RODRÍGUEZ LÓPEZ
“Es una mierda, pero es mi mierda”. Así se refirió a Lugo un amigo en una de nuestras primeras noches de fiesta universitaria en Santiago. Me hizo gracia y, desde entonces, siempre que me veía en medio de uno de esos ridículos —y habituales— debates entre alumnos venidos de distintas partes de la geografía gallega acerca de qué lugar era mejor, empleaba esa frase. Pasaron los años, la carrera, Santiago y, con ello, la olvidé.
Nunca hemos sido los lucenses de sentirnos muy orgullosos de nuestra ciudad. Eso de ser los últimos de la fila en una Galicia ya de por sí abandonada por muchos, no es precisamente un acicate para sacar pecho. Me atrevería incluso a decir que, tradicionalmente, hemos pecado de cierto complejo de inferioridad, sobre todo con nuestros vecinos de A Coruña. Ellos se disputan con Vigo el liderazgo de Galicia; nosotros, asumimos resignados nuestro estatus de olvidados.
A Lugo y A Coruña las separan casi cien kilómetros por carretera. En el resto de las cosas, años y años. A nivel laboral, A Coruña es uno de los lugares de Galicia que más oportunidades ofrece, sino el que más. Mientras, un elevadísimo porcentaje de jóvenes lucenses tiene que buscarse la vida fuera de su ciudad ante la falta de empleo.
Observar lo que sucede los fines de semana da otra pista: A Coruña sigue siendo el centro comercial por excelencia para muchos lucenses, así como uno de los destinos favoritos para ir a pasar el fin de semana. Y claro, cuando llega el sábado, Lugo se vacía. Es más, si los romanos volvieran, seguramente trasladarían la Muralla al paseo marítimo de Riazor.
Hay dos factores en los que la distancia entre una y otra ciudad se vuelve sideral: las comunicaciones y el orgullo. Por tierra, mar y aire, A Coruña probablemente sea el lugar con mejores conexiones de Galicia. Mientras, Lugo, lejos de evolucionar, cada día está más incomunicada. Con respecto al orgullo, no hay más que ver como se han volcado los herculinos con el equipo de su ciudad a raíz del asunto del Fuenlabrada. El Dépor siempre ha sido considerado un emblema, el perfecto representante de A Coruña con el que todos los coruñeses -salvo algún celtista infiltrado- se han sentido identificados. En Lugo, el club hace honor a la ciudad a la que representa, por eso cuesta tanto que la gente se encariñe con él.
El 1 de marzo de 2020 es una fecha especial para mí. Creo que aún no sabía quién era Fernando Simón y sé que fue el día que vi por última vez un partido de fútbol desde la grada, el Dépor-Lugo. En el transcurso del encuentro, un reducido sector de aficionados locales empezó a cantar “Es una aldea, Lugo es una aldea, es una aldea…” con claro ánimo ofensivo. Pero eso no me sorprendió —había sido un recurso empleado por algunos hinchas deportivistas en redes sociales en la previa del partido—, lo que me dejó perplejo fue la reacción de la grada en la que estábamos los lucenses. De repente, alguien entonó el cántico con el que nos acababan de intentar ofender… y unos cuantos lo seguimos. Lugo es una aldea, y qué orgullosos que estamos.
Habían pasado los años, la carrera, Santiago y, pese a ello, recordé la frase. Lugo podrá ser una mierda, pero siempre será nuestra mierda.