ALBERTO GÓMEZ
Su abuelo jugó en el Espanyol. Su padre grita cada gol del Barça. Y su hermano es el portero de un club de barrio de la capital catalana. Pero lo que nunca pudo imaginar una familia tan aficionada al fútbol como la de David Cárdenas es que este central acabaría dando clases de fútbol a chavales de ocho años… a 2.800 kilómetros de Barcelona. Y a diecisiete grados bajo cero. Porque ese es el frío que llegó a hacer un día en Bergen, Noruega. Donde David vive desde hace 14 meses.
“Aún no me creo que lleve tanto tiempo allí” me comenta David, que hoy viste pantalón corto aprovechando que está unos días de visita en Barcelona. “Los noruegos retan al mal tiempo, poseen un espíritu de supervivencia que cuesta forjar a los que venimos de fuera”, admite. Por eso el entrenador de David se extrañó un día al verle completamente estirado en el terreno de juego una vez que había acabado el entrenamiento. Cuando todos sus compañeros ya iban camino de sus cálidos hogares: “Era el primer día que entrenábamos con sol. Y tenía que aprovecharlo”.
David vive en tierras nórdicas con su chica y su hija de apenas un año. No tenía muy claro de qué iba a ganarse la vida ya que, un profesional del fútbol como él, allí no recibiría un salario. Por mucho que le pegues bien a la pelota. Primero dio con un equipo para jugar, el “Os Turn”, de tercera división. Y luego le ofrecieron trabajar —y cobrar, esta vez sí—, como entrenador de los chavales del “Trane”.
Pequeños jugadores que dejaron de desconfiar en el fichaje español que había hecho el club porque ese jugador moreno salía en Google. Era famoso, para ellos, después de pasar por las categorías inferiores del Atlético de Madrid y del Barça. Y después de jugar, ya como profesional, en el Sant Andreu, en El Prat o en el Badalona. Ahora en Bergen le conocen como “David el futbolista”. Y reconoce con un punto de vergüenza que hay veces en que los niños del barrio se arremolinan a su alrededor.
Creció futbolísticamente en canteras como la del Atlético o el Barça, pero David Cárdenas hizo carrera en modestos como el Sant Andreu o el Badalona antes de mudarse a la tierra de los fiordos | Cedidas
El fútbol bajo cero
Pregunta casi obligada. ¿Y en Noruega cómo juegan? Lo hacen sin apenas táctica. Con poco rondo y mucho contacto físico. “Y sin parar de correr. Yo creo que lo hacen para intentar soportar el frío” se ríe David. A la pregunta de si usan ropa térmica, pantalón largo o si se suspende algún partido por mal tiempo, la respuesta es tajante: “Nunca. Ni con metro y medio de nieve. Ni el día de los 17 grados bajo cero. Ni la vez en que una portería, empujada por el viento, fue de lado a lado del campo. Se resignan con esas temperaturas. O que llueva sin parar”. Al que le cuesta resignarse es a este feliz padre primerizo que, si dependiera de él, se pasaría todos los días del verano jugando con su peque en la playa. “¡Si es que allí no se seca nunca la ropa!” se queja con una sonrisa que, hoy sí, es acariciada por el sol.
A la experiencia de entrenar y ser entrenado en un clima tan diferente al que estaba acostumbrado, David suma el aprendizaje humano. Porque los noruegos son agradecidos. Humildes. Poco consumistas. Apenas ven partidos por televisión. Y nada de padres gritando enloquecidos desde la grada. Competitivos sí, pero de manera respetuosa y educada. De hecho la labor que hacen en el club de los pequeños a los que entrena es más social que competitiva. Buscan la integración y la eliminación de diferencias sociales y económicas. Y hasta han creado recientemente el primer equipo femenino.
En un par de semanas volverá a Bergen, ciudad de paisajes increíbles que David tampoco imaginó nunca. “También pensaba que en Barcelona salía a ‘pescar’ con mi padre. Hasta que llegué allí y cogí pescados tres veces más grandes”. Intentará seguir inculcando dosis de técnica y táctica a unos chavales que, a diferencia de su madre, están deseando que vuelva. “Les seguiré pidiendo que piensen más. Porque entre tanto correr y tanto hielo no paran de resbalarse”. E intentará seguir adaptándose a un clima que congela su barba pero no su optimismo. Porque vive de enseñar lo que le apasiona. Y porque desde hace unos días tiene una razón para extrañar un poco menos su cálido Mediterráneo: “Ya salgo a la calle por Bergen sin guantes”.