Mural de Diego Armando Maradona en los Quartieri Spagnoli de Napoli, donde es un ídolo | Lucas Méndez
Mural de Diego Armando Maradona en los Quartieri Spagnoli de Napoli, donde es un ídolo | Lucas Méndez
CARLOS RODRÍGUEZ LÓPEZ

@Carlosrlop

Acabamos tomando tarta de Santiago. Pese a ser uno de los días más calurosos del año, pedir helado después del churrasco habría estado mal. Al menos para nosotros. Los códigos son los códigos y, cuando se come churrasco, se hace con todas las de la ley. Una ley que ni Dios ha visto, ni sabemos muy bien por qué seguimos, pero una ley, al fin y al cabo.

Para el café, yo ya me estaba yendo. Eso tampoco sienta bien en las comidas de colegas. A menos que haya un motivo de peso, claro. Yo lo tenía. Esa misma tarde comenzaba un máster en el que ni siquiera recordaba por qué me había apuntado.

Tampoco recordaba muy bien en qué momento había empezado a correr, pero lo estaba haciendo. Aunque aquello no era lo más extraño. Lo que de verdad me pasmaba era no estar sudando. No estar siquiera mínimamente cansado. No tener la sensación de haber recorrido varios kilómetros después de semejante comilona. Habían pasado siete minutos cuando atisbé la facultad.

Entré al edificio. Tarde. El director de aquel Máster de Periodismo acababa de pronunciar su discurso de presentación. Rezagado, acerté con el aula en la que se encontraban el resto de mis futuros compañeros. Los pupitres se disponían en pendiente, emulando un anfiteatro. La gente estaba más callada de lo que debería en un primer día de clase y todos vestían camisetas azules con franja amarilla. Cuando reparé en que eran camisetas de Boca Juniors, escuché la puerta.

¿Se puede estar despeinado llevando peluca? Ocho hombres que las lucían negras y rizadas, botellín en mano y barriga asomando bajo camisetas de Boca y Argentina 86 demostraron que sí. Aquella suerte de parodias de Maradona, que ni siquiera se había esforzado en conseguir camisetas auténticas, fue recibida entre vítores. Todavía caía confeti de no sé muy bien dónde cuando apareció él.

Camiseta rosa ajustada con el logo de PUMA abarcando todo el pecho. Gafas de sol. Cojera evidente. Era Diego Armando Maradona, el de verdad. La clase se volvió aún más loca. Yo empecé a sospechar estarlo. Y Maradona, que llevaba un mando en su mano izquierda —la de Dios— tomó la palabra: “Nueve minutos, amigos. Nueve minutos para frenar esta lacra y salvar el planeta”. Tras el enigmático mensaje, apuntó al proyector con el mando. Un documental sobre el maltrato animal comenzó a reproducirse.

Maradona estaba allí para intentar hacerme vegano y yo no estaba loco. Ni siquiera me habían echado droja en el colacao. Solo estaba durmiendo.

También te puede interesar… ‘FLECOS | Mi abuela es Mourinho’

COLUMNAS | Desde la barra

¿Te ha gustado? Nos ayudaría mucho que lo compartieras