
CARLOS RODRÍGUEZ LÓPEZ
¿Cuántas vidas caben en una vida? ¿Pueden las acciones fortuitas cambiar por completo el curso de la nuestra? La de Bernhard Carl Trautmann (Bremen, 1923-La Llosa, 2013) pareció haber estado escrita desde antes de su nacimiento por los mejores guionistas de Hollywood.
Una infancia complicada, una juventud marcada por la guerra y su inclusión en las tropas hitlerianas, y una madurez alcanzada al mismo tiempo que crecía su leyenda como guardameta.
El bueno de Bert no encontró la tranquilidad hasta sus últimos años, cuando se refugió en el Mediterráneo tras protagonizar una historia en la que el azar desempeñó un papel protagonista. Un hijo de la guerra al que solo el fútbol permitió tomar las riendas de su vida.
Trautmann, acechando el peligro
Trautmann nació en el seno de una familia humilde del noroeste germano, apenas cuatro años después del final de la I Guerra Mundial. Su infancia, como la de cualquier niño alemán de la época, estuvo marcado por las consecuencias del conflicto, que habían destruido social y económicamente al país.
A los 10 años, se unió a la Junkvolk, rama infantil de las Juventudes Hitlerianas, más animado por la desesperación que por convicción ideológica alguna. Hitler —recién ascendido al poder—prometía ya por entonces que guiaría a sus compatriotas hacia la prosperidad económica y social. Y la mayoría se lo creyeron.
El propio Trautmann, ya con 17 años, no dudó a la hora de alistarse como voluntario en el ejército nazi, meses antes de que fuese a estallar la II Guerra Mundial. Esta vez, sí que había algo de ideológico en la decisión, el creer que debía defender al país de sus padres (como años después reconocería en una entrevista para Canal+).
Tras no superar las pruebas para ser intérprete de morse, se alistó como paracaidista. En los tres años que estuvo en combate, ascendió a sargento y fue galardonado con cinco medallas, entre ellas la Cruz de Hierro, una de las condecoraciones más importantes que otorgaba el ejército alemán.
Después de escapar dos veces tras ser capturado por los aliados, a la tercera se resignó. Probablemente se las habría arreglado para huir de nuevo pero, cansado del horrores del conflicto —apenas 90 de los 1.000 efectivos que conformaban su regimiento sobrevivieron—, aceptó su nueva condición de prisionero de guerra.
Al menos ahora nadie intentaría acabar con su vida. Fue enviado a un campo de prisioneros en Wigan, 40 km al noroeste de Manchester. Al más puro estilo Michael Caine en Evasión o Victoria, uno de los militares encargados de la supervisión de los presos, decidió crear un equipo de fútbol, del que Bert formó parte. El alemán empezó jugando de centrocampista, pero, fruto del azar, un día tuvo que ocupar la portería.
Sus habilidades bajo palos hicieron que ya no abandonase esa demarcación en todos los amistosos que el equipo disputaría contra otros combinados de jugadores amateurs. Tres años después de ingresar en el campo de prisioneros fue liberado. Tuvo la oportunidad de ser repatriado, pero delcinó esta opción en pos de una nueva vida en Inglaterra.
Una nueva vida bajo palos
En 1948, un hombre reconoció a Trautmann por la calle. Había jugado contra él un partido cuando estaba en el campo de prisioneros. Trautmann, que no había vuelto a patear una pelota desde que lo liberaron, aceptó la invitación para hacer una prueba con el St. Helens Town, equipo de categoría regional del que formaba parte aquel hombre.
La hablidades de Trautmann le permitieron pasar la prueba y se hizo el dueño de la portería de este humiilde equipo hasta que, en septiembre de 1949, el Manchester City lo fichó para suplir a Frank Swift.
La contratación de un hombre que fuera miembro del ejército que había bombardeado Inglaterra y masacrado a millones de judíos causó un gran revuelo en la sociedad mancuniana, que contaba con un elevado porcentaje de población judía. Más de 20.000 personas salieron a la calle manifestándose en contra de la decisión del club, llegando incluso a amenazar con el boicot.
Pese a que el rabino de la ciudad, Alexander Altmann, apareció en la prensa reclamando una oportunidad para el joven Trautmann, los primeros meses del alemán defendiendo el escudo del City fueron realmente complicados, sobre todo en los partidos a domicilio, en los que era objeto de gritos de “nazi” o “asesino”.
Con los años, su desempeño sobre el campo y, sobre todo, su repulsa y arrepentimiento por haber formado parte del ejército nazi, lo convirtieron en una leyenda del Manchester City. Su mayor hazaña a nivel deportivo se produjo en 1956, cuando volvió a escapar por muy poco de la muerte, esta vez en un campo de fútbol. Manchester City y Birmigham se enfrentaban en la final de la FA Cup.
Recién cumplido el minuto 76 y con 3-1 en el marcador favorable a los mancunianos, Trautmann salió de su portería a despejar un centro del equipo rival con tan mala fortuna que Peter Murphy, delantero del Birmingham, impactó bruscamente con la parte trasera de su cuello.
Pese a haberse desmayado a raíz del golpe, Trautmann no solo permaneció sobre el campo -por entonces no se permitía realizar cambios por lo que era la única forma de que su equipo no se quedara con diez-, sino que hizo varias paradas de mérito para certificar la victoria. En entrevistas posteriores, el guardameta alemán reconoció que apenas podía distinguir a los rivales y ver el balón, y calificó su actuación en esos últimos minutos como “subconsciente”.
Cuatro días después, una radiografía mostró que la acción con Murphy le había roto varios huesos y que había sobrevivido de milagro, gracias a que la tercera de sus vértebras se había desplazado a detrás de la segunda de manera fortuita. Tras siete meses de dura recuperación, volvió a los campos y no colgó los guantes hasta 1964, cuando ya se había erigido como toda una leyenda de Maine Road.
Ídolo en casa
Los últimos capítulos de la vida de Trautmann, que falleció en 2013 a los 89 años, poco tuvieron que ver con los primeros. Su status de ídolo en Manchester le permitió gozar de un retiro tranquilo, plagado de respeto y gratitud por parte de la sociedad británica, la misma que lo había intentado defenestrar.
El mayor reconocimiento llegó en 2004, cuando la Reina Isabel II le impuso la Orden del Imperio Británico por su trabajo para fortalecer las relaciones entre Reino Unido y Alemania a través de la Trautmann Foundation. Cuando recibió la condecoración ya residía en el municipio castellonense de Almenara, donde encontró el lugar perfecto para vivir en calma sus últimos años. Una vida huyendo de la tragedia había encontrado la paz, justo a tiempo para una despedida feliz.