Pepe, vestido con un polo rojo y a la izquierda de la imagen, en los ratos en los que cambiaba la barra del bar por el puesto de entrenador en campos modestos | Cedida
Pepe, vestido con un polo rojo y a la izquierda de la imagen, en los ratos en los que cambiaba la barra del bar por el puesto de entrenador en campos modestos | Cedida
ALBERTO GÓMEZ

@AGomezGarcia

Aún no había pisado la facultad de Periodismo cuando entré en aquel bar buscándole. Se llamaba Pepe y recitaba la lista de jugadores convocados con la misma velocidad con la que te decía el menú del día. Porque Pepe estaba a un lado de la barra. Sirviendo tapas, cafés, lo que fuera. De lunes a viernes. Con un horario suficientemente madrugador como para llegar a los entrenamientos. Le entrevisté tantas veces, desde el otro lado de la barra y entre el tintineo de las cucharitas, que hasta se me hacía raro escuchar sus directrices a pie de campo.

Recuerdo que sus charlas conmigo, que luego plasmaba en unas pequeñas columnas del Diario de Jerez, eran interrumpidas por los pedidos de sus parroquianos. Uno con leche, en vaso. Un sándwich mixto. Una cañita, que vengo seco. Para enumerarme a los convocados para el siguiente partido miraba como hacia el horizonte. Serio. Concentrado. Con la misma concentración con la que hacía las cuentas a los clientes a la hora de pagar. Y recuerdo que siempre era optimista. Respecto al rival. A la lesión de alguno de los suyos. O al mal tiempo que anunciaban para el día del partido.

Es lo que tiene ser entrenador de tercera. De regional. O más abajo. Que no vives de ello. Que tienes que compaginar tu pasión futbolística con madrugones y camisa blanca impoluta. O desplazarte en moto en pleno invierno, intentando llegar al campo antes que tus jugadores. Para luego volver rápido a casa. Que al día siguiente hay que abrir el bar a la hora de siempre. Bien temprano. Lo hayan dado todo o no, tus chicos. Hayan asimilado o no lo que les cuentas con la misma profesionalidad con la que limpias las mesas o sirves una cerveza.

Sirviendo tapas, cafés, lo que fuera. De lunes a viernes. Con un horario suficientemente madrugador como para llegar a los entrenamientos. Recuerdo que sus charlas conmigo eran interrumpidas por los pedidos de sus parroquianos. Uno con leche, en vaso. Un sándwich mixto. Una cañita, que vengo seco

Y lo del glamour. Lo de las concentraciones en hoteles de lujo parapetados de policías. O lo de las ruedas de prensa multitudinarias. Todo eso ya te llegará. O tal vez no te llegue nunca. Y mientras, entre golpe y golpe con el filtro de la cafetera, le contarás a un periodista cómo ves al rival. Que tu mejor defensa se ha recuperado y que jugará. Pero que dudas si tu lateral derecho podrá correr por la banda porque tiene a la madre en el hospital. Porque Pepe, él y tantos otros entrenadores, saben que es mejor no jugar que hacerlo con la cabeza en otra parte. Y que pase como en el último partido. Que les empataron por un despiste. Y eso le confesarás al periodista. Que eso sí que te fastidia. Más que madrugar. Más que tener que aprenderte un menú diferente, cada mañana, mientras imaginas a tus chavales. Abrazándose en un córner. Celebrando ese gol tantas veces soñado.

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