Magia | Mundo Esférico
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ALBERTO GÓMEZ

@AGomezGarcía

Nada. Pasaban las jornadas y nada. Seguían siendo los últimos de la tabla. Pero aquel domingo, me cuenta Ángel, después de otra derrota, se echó a llorar. Desconsoladamente. Al llegar a casa. Era como si algo se hubiera roto en su interior. Al cerrar la puerta de su habitación.

El padre de Ángel intuyó que algo fallaba. Que no era normal aquel llanto cargado de rabia e impotencia. Y que no era por perder. Ni por ser los colistas. Era por no jugar. Ni cinco minutos le habían puesto ese domingo. Ni cinco… de cuarenta. Y eso, jugar tan poco, que no te den una oportunidad, a esa edad duele. Y cuesta aceptar. Y entender.

El padre de Ángel tampoco lo entendía. Así que decidió hacer algo. Algo que Ángel me jura que jamás había hecho antes. Y que no volvería a hacer. Porque era algo impropio de su padre. No le pegaba. No iba con su carácter. Pero lo hizo. Hablar con el entrenador.

Al volver a casa el padre sólo le animó a seguir haciendo lo que hacía hasta entonces. Entrenar fuerte. “Dice que juegan los que entrenan con más ganas”. Ángel no recordaba no haberse esforzado aquellas primeras semanas de la temporada. Pero quizás apretó. Quizás puso un extra de motivación. Quién sabe.

Lo que cambió de verdad fue la cara de Ángel al saberse titular para el siguiente encuentro. Puedes imaginártelo. Un chaval de diez añitos. Que lleva desde los seis echando tardes de pelota, parches en las rodillas y churretones de sudor. Y que oye su nombre. Cuando, hasta esa jornada, jugaba tanto como el portero suplente.

El caso es que aquella tarde Ángel mete un gol. Y mira a la grada. Su padre, alejado del bullicio, de los padres más entusiastas y aguerridos, cierra el puño. La procesión va por dentro. Pero Ángel le intuye inmensamente feliz. Orgulloso.

La azarosa tarde le lleva a Ángel a celebrar un tanto más. Su padre sigue allí. Casi en silencio. Casi contenido. Sin poder dar crédito. Por eso se lleva las manos a la cara cuando Ángel marca el tercero. Hat trick. El primero de toda su vida. Lloraba en su habitación hacía apenas unos días. Y ahora sus compañeros estaban a punto de mantearle entre vítores.

No remontaron en la tabla. Tampoco hubo otra tarde de hat trick. Ni falta que hacía. Porque su padre no volvió a verle llorar. Porque, como las tiritas más infalibles, como los mejores trucos de magia, lo de aquella tarde salió tan bien que costaba. Creerlo. Y olvidarlo.

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